Fueron varios años de desenfreno y violencia salvaje. La
vida no tenía límites, podía hacer cualquier cosa, podía tener lo que quisiera
y podía matar a quien me apeteciera.
Estaba en el cuerpo de Perséfone, la reina de los vampiros,
pero era una diosa, tenía poder absoluto sobre mortales e inmortales y también
sobre sus haciendas y vidas.
Pero, aunque era su reina y la más poderosa, entre los
vampiros era un recién llegada. Nadie se atrevía a retarme, todos callaban ante
mi presencia y juraban fidelidad absoluta. Sabía que pronto habría una rebelión,
todos me envidiaban, pero no los temía, era con mucho la más poderosa.
De hecho, sólo se presentó ante mí un vampiro de tercera. Un
ser inmundo y repugnante al que me daba repugnancia hasta pensar en arrancarle
la cabeza. Pero no parecía asustado. Era desasosegante que alguien tan inferior
a mí no se pusiera de rodillas suplicando ante mi presencia. Pero no lo hacía,
ni siquiera mostraba intranquilidad. Simplemente me dijo: “¿Acaso crees que
Perséfone era la única con el poder de “la transmigración de almas?”
Inmediatamente noté como mi espíritu abandonaba el cuerpo de
Perséfone y se depositaba dentro del inmundo y maloliente ser que estaba ante mí.
Durante unos segundos perdí la visión y cuando la recuperé pude ver el cuerpo
de Perséfone sonriendo y levantando las garras que segundos antes eran mías. Sabía
mi destino, iba a cortarme el cuello y a beber mi sangre.
Estaba agradecida de que mi nueva reina, al menos, no
sintiera asco ante mii presencia.
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