El pasado 1 de mayo fue mi cumpleaños. Una celebración que debería haber sido
un festejo corriente para una chica normal, pero que mis padres decidieron convertirlo
en extraordinario. Organizaron una gran fiesta a la que acudieron familiares de
todas las partes del país y amigos que no sabía que tenía. Sin embargo, todo me
parecía extraño en un día que debería haber sido de alegría, pero nadie parecía
feliz y a pesar de que celebraba mi cumpleaños no me hicieron ni un solo
regalo. Todo era muy raro y tenebroso, y si no hubiera sido por los payasos que
había contratado mi padre, hubiera pensado que estaba en uno de esos funerales
con bufet libre y gente llorosa y desconsolada. Cuando la fiesta terminó, la
despedida de los invitados fue aún más patética, no había una sola sonrisa, y se
acercó gente que no conocía para abrazarse conmigo. Todos me decían con la voz
dolorida que me habían querido mucho y que había sido una buena hija. Ninguno me
deseó que tuviera un futuro feliz o me pidió que estudiara mucho para terminar
mi carrera. Parecía que mi futuro no le importaba un carajo a nadie.
Con las malas sensaciones de la fiesta de cumpleaños me fui
a dormir esa noche. Desde la cama podía escuchar como mis padres hacían guardia
en el pasillo tras la puerta cerrada de mi habitación. Me costó bastante
dormir, estaba nerviosa y tenía malos presentimientos.
Pero no ocurrió nada. Al día siguiente me despertó mi madre
sonriendo. Abrió la ventana de par en par para que entrara el Sol y me dio el
beso más grande que nunca me había dado. Parecía realmente feliz.
Yo no entendía nada. Lo único que podía pensar es que mamá debería
haber estado más feliz en la fiesta de ayer y haberme dejado dormir en la
mañana de hoy, así que le pedí que me explicara que ocurría.