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sábado, 25 de mayo de 2019

Historia de una Depresión (1ª Parte de 2)

Esta serie está dedicada con mucho cariño a mi amigo Sala.




No recuerdo un solo día en mi vida en el que no odiara a mi hermana.
Es una persona despreciable, manipuladora, narcisista y mentirosa. Pero los dioses, que deben estar ciegos, la bendijeron con una belleza espectacular y una mente privilegiada. Y todos esos dones, en lugar de usarlos para el bien, los utilizaba en hacerme la vida imposible. Igual que las niñas malas les arrancan las alas a las mariposas, mi hermana me arrancaba las alas de la felicidad.

Su mayor deleite lo encontraba en aislarme del mundo. No dudaba en difamarme ante mis amigas que dejaban de serlo después de escuchar sus mentiras. Incluso la gente que no conocía me miraba con odio. Yo sentía como tocaba fondo en mi autoestima, porque no podía hacer nada para convencerles de que todo era mentira. Cuando alguien pensaba que no podía ser tan malvada, mi hermana los miraba con sus preciosos ojos azules y decía: “Carmen, por favor, tienes que admitir tus errores para que podamos ayudarte, seguramente deberías tomar más pastillas”.
Pero todavía fue capaz de llegar un paso más allá en mi tortura. Seguramente se relamió de placer cuándo envió a mi móvil un selfie de ella misma morreándose con Marco. Marco había sido mi novio durante años, me había prometido amor eterno, habíamos follado en la cama de sus padres y era la persona que imaginaba a mi lado cuando fuera anciana. Pero allí estaba él, la persona que más amaba en este mundo, intercambiando salivas con mi hermana. Mientras ella miraba con ojos de torturadora el móvil con el que sacaba la foto.
No pude aguantar la tensión, mi vida se había ido al garete y mis ganas de vivir a la mierda. Me tomé tres cajas de tranquilizantes y quedé en coma durante varios días. Cuando desperté estaba atada a una cama para evitar que me cortara las venas. Durante días no hubo nadie en mi habitación y nadie me visitó, ni siquiera mis padres acudieron. Me había convertido en la vergüenza de la familia y el psiquiatra de turno me anunció que papá me había ingresado en un frenopático donde iba a continuar mi tratamiento. Era una forma diferente de limpiar la basura familiar que consistía en llevarla a una loquería donde nadie pudiera verla y dónde la inmundicia no molestara.
Los días pasaron lentamente. No hablaba con nadie y tampoco veía televisión. Simplemente estaba tumbada en la cama con correas en pies y manos y lágrimas en mis ojos que no podía secar. Hasta que por fin me comunicaron que la dirección del sanatorio había decidido que no era necesario que me mantuvieran atada a la cama y que le otorgaban permiso al señor Sala para que me liberara de las correas. Sala era un hombre de edad indefinida y de tez mulata. Me contó que sus padres eran originarios de Haití y que por la religión de sus ancestros siempre había sentido gran empatía por las personas que sufren y las que habían estado al borde de la muerte. También me aclaró que había sido él quién había pedido a los médicos que me liberaran. Mientras me desataba las correas me dijo que me iba a ayudar, que lo considerara mi mejor amigo y mi benefactor.
Cuando pude ponerme de nuevo en pie y recorrer los pasillos del frenopático hablé con los internos, que aún tenían lucidez mental para encadenar tres frases seguidas, y todos me decían lo mismo: “Cuándo tengas un problema, habla con Luis, Si te sientes sola, habla con Luis. Cuando creas que la vida no vale nada, habla con Luis” Y yo hablaba continuamente con Luis, no necesitaba ni llamarlo, porque cada vez que sentía que me faltaban las fuerzas le escuchaba llamando a mi puerta. No entendía cómo podía conocer cuándo estaba deprimida, el caso es que entraba a mi habitación, se sentaba a mi lado en la cama y decía con la voz bajita, como para no molestar: “No me digas lo que ha pasado, Carmen, ya no importa, simplemente dime como te sientes porque cuándo termines de contarlo vas a estar mejor” Y era verdad que mejoraba, conforme iba relatando mis penas sentía como mi alma se alegraba y el pesar me abandonaba. Siempre pasaba igual, terminaba mi narración con una sonrisa en los labios y alegre por seguir viviendo. Mientras tanto Luis escuchaba atentamente, sin decir ni una sola palabra mientras me cogía fuertemente las manos. Luego se ponía en pie con dificultad y con la voz quebrada decía: “Me alegro mucho que estés mejor Carmen, te prometo que vas a ser feliz y voy a hacer todo lo que pueda para que no se borre esa sonrisa de tu cara” Y se marchaba de mi habitación tambaleándose, como si pesaran sobre sus hombros todas las penas que yo le había contado y no pudiera soportar una carga tan pesada.

4 comentarios:

  1. En la segunda intenatré hacer algo más común a las historias que se cuentan por estos foros. No sé si lo lograré

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  2. Tu forma de escribir no es común, y por eso me gusta, no cambies el estilo, se que no te leen demasiado, pero quienes lo hacemos lo apreciamos en serio

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  3. Siempre he pensado que si el escritor sabe entender las emociones entonces puede hacer un uso adecuado de estás, cuando una trama está cimentada en una emocion, o conjunto de emociones parecidas, la trama de la historia se vuelve bastante digerible y entretenida. Lo has hecho muy bien !
    Saludos Reina!!

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