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Desde que nací de forma prematura había sido un niño débil y
enfermizo. Los médicos le dijeron a mi mamá que difícilmente llegaría a cumplir
los 3 o 4 años. Pero lo hice. Y también llegué a la adolescencia y a
convertirme en adulto.
Mi cuerpo era débil, apenas tenía fuerzas para caminar y tenía
que apoyarme en mi hermanita Carmen para poder llegar andando a la escuela. A
la hora del recreo me quedaba sentado en un bordillo del patio mientras el
resto de los niños corrían a mi alrededor. Pero no estaba sólo, a mi lado estaba
mi hermanita que me abrazaba para consolarme. Yo le pedía que se fuera y que
jugara con el resto de los niños, pero ella se negaba y me decía: “Eres mi
hermano y nunca te dejaré sólo, siempre te voy a cuidar”