Dana había vivido un infierno. En los últimos seis meses
había sufrido cuatro intentos de violación, tres de ellos consumados. El
agresor siempre era el mismo, un hombre alto y fuerte con una máscara negra de
cuero atada en la nuca. Dana ya no salía a la calle, ya no hablaba con los
vecinos. Psicólogos y psiquiatras la visitaban frecuentemente y todos ellos
contaban lo mismo, una mente destrozada y una voluntad acobardada con riesgos
suicidas.