Dicen que los niños son las personas más crueles. Y es
cierto. Puedo afirmarlo porque yo también fui un niño cruel. Era un niño
malvado, sin piedad, ni consideración para nadie.
Disfrutaba humillando al gordo de la escuela o desplumando
vivo al canario de mi abuela. No tenía empatía por nadie y me parecía divertido
hacer daño a los torpes o a los incapacitados. Por eso me fijé en la “loca de
la estación”. Una pobre mujer, que todos los días se sentaba en el banco del
andén y esperaba en silencio a que llegara un tren que nunca aparecía. Luego se
levantaba, recogía sus maletas y se marchaba con la cabeza baja y arrastrando
los pies.