¡Han pasado tantos años desde aquellos terribles días en
los que la pandemia arrasó el país! Pero es imposible olvidar lo que pasó.
Todos los días había cientos de muertes y miles de infectados. Nadie se atrevía
a caminar por las calles para evitar el contagio y los hospitales estaban abarrotados
de moribundos.
Apenas era una niña cuando enfermé. Medicalizaron mi
dormitorio y me recluyeron dentro de mi casa.
Cada dos días me permitían ver a mis papás durante 5 minutos.
Entraban a mi habitación enfundados en grandes trajes de protección biológica y
me abrazaban con cuidado. Aún recuerdo el crujir del plástico cuando mi papá me
apretaba con miedo a romper su traje o el extraño sonido de la voz de mi madre
cuando me hablaba a través de los filtros de su escafandra.
Todavía no había cumplido una semana de encierro cuando
comencé a sufrir de fiebres altísimas. Me faltaban las fuerzas para levantarme
de la cama e incluso tenía visiones de sombras que bailaban a mi alrededor mientras
murmuraban que había llegado mi hora y que pronto estaría con ellos.
Cada día me sentía más enferma, me encontraba peor y aunque
solo tenía 12 añitos le rezaba a Dios para que se llevara mi alma y muriera.
Y el día en que peor estaba recibí la última visita de mis
padres. Escuchaba como lloraban dentro de sus trajes de plástico mientras me
acariciaban y me decían que nunca me olvidarían. Esta vez tuvieron que entrar
las enfermeras para sacarlos de mi confinamiento.
Y allí me quedé sola. Sentía que se me escaba la vida y que
esta era la última vez que iba a ver a mis papás. Cerré los ojos e intenté no
llorar cuando alguien se sentó en la silla que había junto a mi cama. Me giré y
lo miré detenidamente. Era mi abuelito, que había enfermado el mismo día que yo
y que había estado aislado en el hospital. Me llamó la atención que no iba
vestido con el horroroso traje antivírico. Tan sólo llevaba su pijama de estar en
casa y la bata larga para los días de frío. Me miró sonriendo y me acarició el pelo.
Sus manos estaban calentitas y su tacto era suave. “Pensé
que la fiebre subía la temperatura, pero tú estás helada, cariño” Me dijo mientras recogía mis manos y las besaba con dulzura.
Sentí como se helaba mi cuerpo y mi corazón dejaba de latir.
Luego las puso cruzadas sobre mi pecho y me cubrió con una
sábana que tapaba hasta lo alto de mi cabeza.
“Dime, Carmen, ¿Cómo sabes que ya
estás muerta?” Me preguntó con voz
amorosa, intentando no asustarme.
Quise responder, pero no pude, mi boca se negaba a abrirse,
mis labios no se movían y era incapaz de exhalar el aliento necesario para
formar las palabras. Deseaba responder: “Cuando te visita tu
abuelito que ya está muerto, es cuando sabes que estás muerta” Pero no
pude.
Los ojos me fallaban, se me nublaba la vista y apenas podía distinguir
nada.
“No, mi nieta, sabes que estás
muerta cuando ves a tu cuerpo salir de la habitación e irse con tus padres y tu
alma se queda abandonada dentro del cadáver de tu abuelo” Me respondió.
Hice un esfuerzo para centrar la mirada y pude ver como mi
cuerpo se levantaba de la silla que estaba junto a mi cadáver, saludaba con
pena a mis padres y se marchaba llorando de mi habitación.
Y mi abuelito no se iba a quedar nunca más a mi lado, porque
ahora tenía mi cuerpo de niña de 12 años y debía alejarse de mi cadáver infecto
de viejo. Me di cuenta como mi cuerpo apestaba, se estaba corrompiendo
rápidamente y pronto me incinerarían.
Me esperaba el descanso eterno, pero nunca lo podría
conseguir, porque lo último que pude escuchar fue la risa de Carmen y la
alegría de mi abuelo, en mi cuerpo, cuando le dijeron que estaba curada y que
ya podía salir a la calle.
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