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Yo vi nacer a las cuatro hijas de mi vecina del tercero.
Ana, que así se llamaba la madre, me pidió que la acompañara.
Era soltera y no quería sentirse sola en los mejores momentos de su vida. Así
que estuve a su lado durante el parto de sus cuatro hijas.
Nunca quiso revelar quien era el padre, por eso no nunca se
lo pregunté. Me limitaba a sentarme a su lado en el quirófano, a agarrarle la
mano y a sonreír cada vez que una de las recién nacidas lloraba por primera
vez. Después, Ana les pedía a los médicos que me permitieran sostenerlas entre
mis brazos. Si para Ana eran los mejores momentos de su vida, tengo que
reconocer que para mí también lo fueron. Sentía que esos instantes en que acunaba
a esas criaturas tan pequeñitas era lo que daba sentido a mi existencia.
Nunca supe quién era el padre de las niñas, porque nunca
apareció para visitar a la madre o a las hijas. La soledad de Ana y la escasez
de medios con la que ella criaba a sus hijas me desesperaba. La sentía
levantarse a las 6 de la mañana para ir al trabajo. Volvía por la noche cansada
y podía escuchar como corría el agua de la bañera mientras duchaba a las niñas.
Percibía como les daba la cena y las acostaba a las 9:30 de la noche para
seguir trabajando en la limpieza del piso hasta que se acostaba rayando la
media noche.
Por aquella época ya empezaron mis problemas de movilidad.
Los huesos de mis piernas resultaron ser demasiado frágiles para soportar el
peso de mi corpachón y se rompían frecuentemente causando hemorragias internas.
Me adelantaron la jubilación y me quedé en casa. Aunque tenía que apoyarme en
dos muletas para poder caminar aún quería ayudar a Ana y a sus hijas, por eso me
agarraba fuerte del pasamanos y subía hasta el tercero donde podía cuidar de
las niñas. Les preparaba el desayuno, les repasaba los deberes y les daba un
beso cuando se iban a la escuela.
Esas niñas se habían convertido en mi única motivación para
seguir viviendo. Me alegraba charlar con ellas, bromeaba con sus problemas y me
reía con sus primeras aventuras amorosas.
Pero cada día me resultaba más difícil subir los 12
escalones que separaba mi apartamento del piso de Ana. Los últimos días
prácticamente lo hacía arrastrándome por las escaleras. Hasta que por fin no
pude. Mi deterioro físico cada vez era mayor y llegó a ser tan extremo que
tampoco podía levantarme de la cama.
Miraba hacia el techo de mi habitación, que a su vez era el
suelo de su piso e imaginaba a las niñas estudiando, o jugando con sus muñecas
mientras su madre corría de un lado para otro preparando la ropa que debían
vestir ese día.
Llevaba tanto tiempo sin poder moverme de la cama terminaron
por encharcarse mis pulmones, también me fallaron los riñones y comencé a necesitar
sesiones de diálisis. Fueron unos días terribles y sin esperanza porque sabía
que iban a continuar empeorando hasta que llegara el momento de mi muerte. No
podía hacer nada, apagaba la televisión y cerraba los ojos para escuchar los
sonidos que llegaban del tercero.
Me alegraba escuchar la voz de Laura, la rebelde hija mayor.
Las risas de Marta, la segunda en edad y la más responsable. Reconocía la
música que escuchaba Lucía en su dormitorio a todas horas. Y me resultaba
fascinante escuchar el sonido de los zapatos de tacón de Carmen, la menor y la
más presumida, martilleando contra el suelo.
Pensaba, Carmen debe tener ya 17 años, seguro que es tan
guapa como su madre y siendo tan coqueta se vestirá como una princesa para
presumir entre sus amigas.
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Había conseguido reconocer a cada una de las chicas por el
sonido de sus pisadas. Las botas estrafalariamente grandes de Laura que sonaban
como si ella no pudiera con su peso. La suavidad en el caminar de las
deportivas de Laura. La delicadeza de las sandalias de Lucía y por supuesto los
tacones de Carmen que sonaban como un xilófono sobre las baldosas de mármol.
Lentamente pasaban los días. Mi diversión era imaginar a las
niñas y sus quehaceres hasta que algo inquietante me sobresalto. Un día de mayo
en el que dolor era más intenso que nunca, sucedió algo que me preocupó más que
mi propia vida. Porque precisamente ese
día se cumplía una semana sin que escuchara los tacones de Carmen sobre el
techo de mi cama. No me importaba que sentía que estaba al borde de la muerte,
porque no podía olvidar a la bellísima Carmen a la que ya no escuchaba caminar
en su piso.
Pero lo peor sucedió dos días después, cuando perdí toda la
esperanza al escuchar como lloraban las mujeres del tercero a las que tanto
quería. Intentaba comprender los rumores de sus voces, pero me sangraban los
oídos y estaba prácticamente sordo. Si ellas lloraban, yo lloraba también. Me
imaginaba a Carmen dentro de su ataúd con sus hermanas vestidas de negro y le
pedía a Dios que por favor tomara mi vida y permitiera volver a Carmen.
No recuerdo si esa noche dormí. Pero ya había amanecido
cuando alguien llamó a mi puerta de la misma forma que lo hacía Carmen cuando
me visitaba. Aunque me faltaban la fuerza conseguí ponerme en pie, abrir la
puerta y busqué por todos lados a Carmencita. No la vi, pero en el suelo, había
una caja de cartón vieja. La recogí, la abrí y me llevé una gran sorpresa
porque dentro estaban los zapatitos de tacón de Carmen. No pude evitar una
lagrimita al recordar la gracia con que los vestía. Estuve tentado de
guardarlos como si fueran una reliquia, pero no podía ser tan egoísta y decidí
devolvérselos a su madre y a sus hermanas. Con dificultades comencé a subir la
escalera del tercero. Pero la ilusión de volver a ver a las niñas hacía que
cada vez me costara menos trabajo, cada vez que subía un escalón iba más
rápido. Saltaba los escalones de dos en dos como si hubiera rejuvenecido 40
años en pocos minutos. Llegué al rellano agarrando el pantalón de mi pijama para
que no se cayera, no me había dado cuenta de que era excesivamente ancho y
largo. Toqué con mis uñas pintada de rojo al timbre, pero nadie abrió.
Ya no sentía ganas de llorar y una alegría inmensa llenaba
mi cuerpo. Busqué en el bolsillo de mi falda y saqué una llave pequeñita y
rosa. La situé en la cerradura y la puerta giró rápidamente.
Dentro del piso se escuchaban risas y los juegos habituales
de las niñas. No podía parar de sonreir cuando escuché a Ana decir: “Carmen, ya era hora de que llegaras. Ponte los zapatos y
reúnete con tus hermanas que llevan más de una semana esperándote” Abrí de nuevo la caja de cartón, saqué los zapatos y
los coloqué en mis pies. Nunca había tenido un pie tan pequeñito y nunca había
vestido zapatos de tacón. Con facilidad me acerqué al espejo de la entrada y
miré mi reflejo.
Yo era Carmen, me había convertido en Carmen.
Sonriendo me acerqué a mis nuevas hermanas y me senté en la
cama de Lucía mientras bromeaba sobre el ruido que hacía su música.
Era feliz, no entendía por qué había sucedido este milagro,
pero me sentía feliz. De nuevo escuché pisadas a mi espalda e inmediatamente
las reconocí. Era el paso acelerado de Ana, la madre de Carmen que se acercó a
mi lado y me susurró al oído. “Le pediste a Dios que
te quitara la vida pero que nos devolviera a Carmen y eso ha hecho. Porque tú
eres su padre y eres el que debe cuidar de tus hijas y de tu mujer”
Esa noche supe que el amable vecino del segundo había muerto
en el mismo instante que alguien dejó un paquete en la puerta de su apartamento.
No puedo olvidarme de él y le deseo que sea feliz en sui nueva vida
Muy buena historia como siempre
ResponderEliminarGracias Oswaldo, siempre tan amable
ResponderEliminarMuy buena historia, la soñaste; te representaste en la historia?
ResponderEliminarYo siempre me represento en mis historias.
EliminarCreo que es imposible imaginar una historia sin dejar algo de lo que eres o deseas en la narración.
Para no tener que luchas mas con lo inevitable he decidido que el personaje de mis historias sea siempre yo.
Y sobre el sueño... como decía Calderón
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.