Cada vez que me miraba en el espejo veía su reflejo. Justo en
el sitio en el que debería haber estado mi cara aparecía su rostro mirando
fijamente. No me daba miedo, no me parecía extraño que me observara de arriba
abajo, de la misma forma que lo haría un viejo león miraría a un cervatillo
recién nacido.
Su mirada era de serpiente, no podía dejar de contemplar sus
ojos hipnotizantes. Sentía el hechizo diabólico que existía entre nosotros dos.
Era un vínculo personal que me unía al extraño espíritu de los reflejos.
Cuando paseaba por la calle una atracción insuperable me
obligaba a mirar los escaparates para verla reflejada en el cristal. Veía su
imagen en los charcos tras un día de lluvia o en las lentes de la gente que
cruzaba a mi lado.
La atracción era cada vez mayor. Ya no solo lo contemplaba
en los reflejos, también empezaba a sentirla a mi lado. Escuchaba su
respiración junto a mi cuello, sentía el vibrar de sus pasos en el suelo y su húmedo
aliento en mi pelo.
Necesitaba tocarlo, saber quién era o lo que era y sobre
todo conocer lo que quería.
Hasta que ese día por fin me habló. Con una voz
entrecortada, gutural y forzada, como si se estuviera asfixiando me dijo:
-
Necesito tu ayuda. Me
has robado la vida y mereces ser castigado. Debes volver a mí, debes regresar a
mi mundo.
El corazón me latía alocadamente, sentía un sudor frío que
me recorría el cuerpo. Las piernas eran incapaces de sostenerme y caí de
rodillas. Me costaba trabajo respirar y supe que iba a morir.
Entonces noté la humedad en mis pies y mis rodillas. La
habitación se estaba inundando. Cada vez había más agua y cada vez me costaba más
trabajo mantenerme despierto.
Sin fuerzas para aguantar su peso dejé caer mi cabeza y entonces
la vi reflejado en el agua que iba llenando mi habitación. Allí estaba ella con
el cuerpo pálido de los muertos, pero con los ojos abiertos y la mano
extendida, ofreciéndome ayuda. Con mi último aliento la cogí del brazo, me
aferré a ella y dejé que me arrastrara a su mundo, en el interior del mundo de
los reflejos.
Mi cabeza se llenó de recuerdos que no eran mío. Eran los de
mi hija, eran las memorias que torturaban a Carmen y que rememoraban como la
ahogué en la bañera. Recordé como gritaba y pataleaba cuando hundía su cabecita
en el agua y como ascendían pompitas de aire entre el agua de la bañera. Notaba
el calor de su cuerpito agonizante y como de repente se enfriaba sin vida.
Pero ya no era yo.
Yo no era el papá asesino y despiadado, era la hija que se ahogaba
en la bañera con la mano de su padre empujando su cabecita. Noté como me
faltaba la respiración y como me estallaban los pulmones.
Y lo sentí una y otra vez, una y otra vez y aún lo siento y
lo seguiré sintiendo mientras exista este universo y hasta que se apague el
infierno en el que ahora vivo.
Esta historia está dedicada a mi admirado Oswaldo.
ResponderEliminarLe prometí una historia menos funbre que la anterior y espero que esta le convenza.
Un saludo, amigo mio.
Muchas gracias por la historia Carmencita y perdón sí apenas la acabo de leer una Muy buena historia 😄
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