Nunca más me va a insultar Carmen.
Ayer fui a su casa y esperé que saliera por la puerta.
Me dijo “Hola” mientras me miraba de arriba a abajo. Como si pensara que ella era una diosa y que yo era la basura que espera a la puerta de su casa para que la recojan.
Me dijo “Hola” y yo le respondí “Adiós” mientras le clavaba en el cuello el gran cuchillo con el que mi papá degollaba los cerdos.
Me dio pena acuchillar ese cuello largo y bonito, pero era el sitio ideal para poder arrancarle la cabeza.
Después la arrastré a casa y allí le corté las piernas. Tan finas y tan fuertes. Deseaba tenerlas yo. Así que me senté en el suelo y lentamente aserré las mías. Luego recogí las de Carmen con mis manos llenas de sangre y las cosí a mis rodillas con hilo quirúrgico.
Uno por uno fui cortando los dedos de sus manos y sujetando el cuchillo con mis dientes me corté los míos. Atravesé mi lengua con la aguja teniendo cuidado de que no se atrancara el hilo entre las pupilas. Y a grandes lametazos cosí los dedos de Carmen a mis manos mutiladas.
Retazo a retazo me iba convirtiendo en Carmen Sanz.
Pero quedaba un último detalle.
El precioso rostro de mi amada Carmen.
De un gran bocado agarré la cabeza de Carmen Sanz mientras pensaba:
¿Y esto cómo me lo coso?
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