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sábado, 28 de enero de 2023

Un desconocido bajo la tormenta


1


Hoy qujero recuperar una vieja historia que merece mejor terminación y que algún día intentaré completar.





2



Hace una semana que comenzó a llover y desde entonces no ha parado. Regresaba del colegio con un sol maravilloso, de esos que pesan sobre los hombros, cuando, de repente, empezó a nublarse. Comenzaron a caer algunas gotas de agua y aceleré el paso. A medio camino arreció la lluvia y me puse a correr sosteniendo la cartera sobre mi cabeza como si fuera un paraguas. Con el corazón agitado llegué a casa cuándo ya diluviaba. Me sequé el pelo, me puse un pijama calentito y miré por la ventana como la lluvia caía tan espesa que parecía de noche. Entre las sombras caminaba un viejecito con sombrero que andaba lentamente apoyándose en un bastón de caña.
Extrañada por su actitud, intenté descubrir quién era, pero no pude, las sombras me impedían ver su rostro. Se acercó al banco que hay frente a mi casa y recogió la flor que adornaba el bolsillo de su chaqueta, estiró el brazo y me la ofreció. Sentí un pánico incomprensible de que pudiera verme y me escondí detrás de las cortinas.  El viejecito se sentó en el banco, bajó la cabeza y justo en ese instante sonó el trueno más grande que nunca había escuchado. Asustada cerré la persiana y me senté temblando en la cama.
Al día siguiente desperté con fiebre, la tormenta parecía que me había enfermado.  Mi madre me puso un termómetro en la boca y luego me anunció que no volvería a la escuela hasta que bajara la fiebre. Escuchaba el caer de las gotas sobre el tejado de mi habitación, abrí la persiana y pude ver al viejecito que seguía sentado en el banco del parque con la flor en su mano. De nuevo sonaron truenos y de nuevo cerré la persiana.
Los días siguientes fueron terribles. La fiebre se había agudizado y casi no podía ponerme en pie. Me visitaron varios médicos y ninguno de ellos quiso ofrecer su diagnóstico estando yo delante. Me trataban con pena y le decían a mi madre que debían salir de mi habitación para contarle lo que me enfermaba. Yo miraba por la ventana y veía al viejecillo con la cabeza baja, meditabundo y sentido en el mismo banco donde lo seguía empapando la lluvia.
Al cuarto día comencé a sentir unos dolores terribles y un frío húmedo me calaba los huesos. Los médicos empezaron a sedarme para aliviar el dolor. Al quinto día conseguí ponerme en pie y observé de nuevo al viejecito sentado en el banco bajo la lluvia. Entró mi madre a la habitación y me ordenó que volviera a la cama. Le pedí que mirara al banco del parque y ella lo hizo. Luego le dije que ese hombre llevaba allí sentado casi cinco días. Mi madre estiró el cuello para acercarlo más al cristal, cerró y abrió varias veces los ojos y me dijo que en el banco no había nadie. Extrañada, volví a mirar por la ventana y allí estaba el viajecito. “Allí está, mamá, ¿Acaso no puedes verlo?” Hizo un gesto negativo con la negativa y me respondió que la fiebre me estaba haciendo ver cosas que no existían.

Ayer, me despertó el ruido de un gran trueno, sudaba y las sábanas estaban empapadas como si hubieran estado en la lavadora. Volvió a tronar y con un movimiento reflejo miré por la ventana. Un relámpago iluminó la habitación y asustada vi que el viajecito ya no estaba en el banco, ahora estaba en pie, frente a mi ventana con una mano apoyada en el marco y mirándome a través del cristal. Aunque me faltaban las fuerzas, me senté en la cama. Intenté gritar, pero fui incapaz de pronunciar una sola sílaba. La luz del relámpago se diluyó y volví a estar a oscuras. Pero seguía escuchando truenos y un extraño rasgar en el cristal de mi ventana. De nuevo un relámpago iluminó la habitación y pude ver al hombre del sombrero apretando la flor roja contra el cristal. De nuevo me la estaba ofreciendo, quería que yo la recogiera. Pero esta vez pude gritar, se encendieron las luces del pasillo de mi casa y luego las del techo de mi habitación y entró mi madre en pijama. “Era el hombre del banco” le expliqué a mi madre. “allí no hay nadie” me respondió.
Esta noche me volvió a despertar el sonido de un gran trueno. Mi habitación estaba iluminada por relámpagos y sabía lo que iba a ver. Levanté la vista y allí estaba el hombre del sombrero extraño. Me hizo un gesto con una mano para que me acercara mientras que con la otra me ofrecía la flor roja.
Me extrañó que la luz del relámpago esta vez no terminaba y el estrepitoso sonar del trueno era inacabable. Así que me levanté de la cama y caminé hacia al cristal de la ventana. Por primera vez pude ver su cara. Era la mía, o al menos, la que debería haber sido la mía si hubiera cumplido 60 años y fuera un hombre. Me sonrió con cariño y pegó la flor al cristal.
Lentamente me acerqué a él y sentí que mis pies estaban empapados, iba dejando huellas de agua en el suelo a cada paso que daba. Estaba a menos de un metro cuando pude ver que el viejecito estaba perfectamente seco, como si hubiera estado a cubierto, en cambio yo estaba empapada, como si hubiera dormido en el banco del parque durante una semana. Miré la flor en el cristal, tan bella y bonita, tan perfecta y deseé recogerla. Alargué la mano y sentí que la tocaba como si no existiera ni el cristal. Pero no era una flor roja lo que agarré, era sangre y al rozarla se deslizo y goteó entre mis dedos. Con pena levanté los ojos y, asombrada, vi a mi cuerpo vestido en mi pijama azul, sudoroso y con la mano en el pecho. Impotente observé como cayó de rodillas, y se desplomó en el suelo sin vida.
En ese momento dejó de llover, ya no se escuchaban truenos y tampoco había relámpagos que iluminaran la habitación. Así que me senté en el banco del parque y esperé a que amaneciera, apoyando mi cabeza en el bastón de caña del viejecillo. Que ahora era mi bastón de caña. Me llevé la mano al bolsillo de la chaqueta, junto al corazón, y toqué otra flor roja. Una flor de muerte que anunciaba una herida mortal, alguien que debería morir en una semana y a quien yo iba a regalar esa flor maldita. Miré al cielo y se oscureció, empezó a llover y después a tronar. Pero yo seguía sentada en el banco, en el cuerpo del viajecillo porque debía regalar esa flor a mi madre que iba a enfermar esa misma noche cuando descubriera el cadáver de su hija tumabada junto a la ventana de su habitación.

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