Teodoro García siempre había sido un acomplejado. Creía que
había nacido en el cuerpo equivocado. Odiaba su nombre y su sexo. Pensaba que
debía haberse llamado Teodora pero el azar le impidió haber nacido mujer. Veía
a las muchachas que paseaban por la puerta de su casa y gastaba horas enteras
contemplando su caminar elegante, la manera en que movían las caderas y el
agitar de sus pechos a cada paso.
Teodoro se mordía los labios y rezaba porque al Día siguiente
cuando despertara fuera una de ellas. Así permaneció durante varios lustros,
tal vez varias décadas, hasta que llegó esa tarde en la que el destino consintió
que una niña morena bajara corriendo por la puerta de su casa. Efraín que tanto
había estudiado a las mujeres y que creía conocerlas a todas, le pareció que
esta niña era la más extraña que nunca había observado. Así que echó a correr
detrás de ella, la siguió por la calle de los esperanzados y la plaza de la Señora,
hasta que la vio entrar en el templo de Afrodita en el callejón del Milagro.
Efraín estaba extrañado, en primer lugar, porque esa niña le
parecía la hembra más maravillosa que había conocido, en segundo lugar, porque
no sabía que existía un templo dedicado a la diosa Afrodita en su ciudad y en
tercer lugar porque entró al templo sin miedo al qué dirán.
Un gran túnel le condujo al interior del templo y una
luminaria deslumbrante le avisó de que había salido de él sin haber siquiera llegado
a pisarlo. Le dolían los ojos como a un recién nacido y Teodoro se los frotó
con fuerza hasta que se aclaró su vista.
Todo había cambiado, todo era tan diferente que parecía que
estaba igual que antes de que entrara al templo de Afrodita. Pero nada es igual
cuando cruzas el pórtico de las hieródulas y comes la ambrosía del coño de
Afrodita.
Y Teodosio lo sabía, todo había cambiado tanto que ya
no reconocía ni su propio nombre. “Ahora soy
Teodosia” pensó. Y me duelen los ojos
porque acabo de nacer a la feminidad. Ahora puedo ver lo que ver lo que ve una
mujer, que es lo que ven todas las mujeres y que es igual que lo que han visto
todas las mujeres desde que comenzaron los tiempos. Y podía observar su reflejo
en los escaparates de la calle y en los charcos del suelo.
Su rostro era diferente al de todas las mujeres porque era
idéntico al de cada una de las que pisan este planeta. “Todo es igual cuando todo es diferente” pensó Teodora cuando empezó a bajar el callejón del
gato. Sus pasos sonaban igual que años atrás sonaron los pasos de su madre y de
su abuela, los de sus hermanas y también los de sus tías, que tampoco se
diferenciaban del sonido que se había escuchado cuando mil millones de mujeres
bajaban por el callejón del gato durante mil millones de años. Podía verlas a
todas, sentir el bamboleo de su falda y el viento es su pelo. Olía el perfume a
rosas de El Cairo con las que se perfumaba la reina Cleopatra, el hedor apestoso
de una pordiosera en los prostíbulos de Roma, el sudor de todas y cada una de
las amazonas mientras montaban a caballo para luchar contra los machos gigantes
en las puertas de Etruria.
Pudo sentir la humedad entre las piernas de la primera
menstruación y el miedo de la menarquía. Se le puso la cara roja con todos y
cada uno de los golpes que miles de millones de mujeres habían sentido desde
que la Atlántida se hundió en los mares. Tragó la saliva de Paris cuando besaba
a Helena antes de la ruina de Troya. Sintió como era violada por todos y cada
uno de los vándalos que saquearon Gadir. Pero nada de eso podía compararse con
el placer inmenso que sintió en sus pechos cuando la boquita de un bebé se
cerró para mamar su leche.
Teodoro podría haber estado hasta el fin de los tiempos y del
espacio y disfrutar y sufrir con todo lo que todas las mujeres habían vivido
desde que Eva comió la manzana en el paraíso.
Pero no quería sentir nada más, no quería maravillarse con
nada más. Todo era superfluo e innecesario, porque nada podía compararse a las
sensaciones de sostener el peso de un bebé entre sus brazos y contemplar su
mirada mientras este se garraba de sus pechos y mamaba de sus senos.
Era la vida que ella había parido, la que había nacido de su
interior. Y eso la igualaba con Dios. Porque se sentía capaz de dar vida y de
quitarla. En ese momento supo que Dios era hembra y que él también era Dios y
que estaba en todas las partes y en todos los momentos porque todos los seres
hemos nacido de una hembra creadora.
Nunca más supe de Teodoro y él nunca más sabrá de mí, ni de
ninguno de nosotros, porque como todos saben, los dioses solo se pueden conocer
a si mismo y Teodoro conocía a todas las mujeres y por tanto era nuestra Diosa.
buenardo
ResponderEliminarChe,gracias pibe, hice este quilombo intentando no parecer demasiado boluda haciendo una historia chamuyada de un escritor platense. Espero no haber sido demasiado amarga
EliminarTienes el ego mas grande King Kong
ResponderEliminarDeberías buscar una jaula más grande para encerrarte o cambiar las pastillas del loquero
Ya la tengo y desde luego tú NO tienes la llave
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