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Es curioso como sobreviven los recuerdos de la infancia.
Cierras los ojos y aún es posible recordar el sabor de una chocolatina, el olor
del jabón de mamá o la voz de las compañeras de la escuela. Yo no puedo
olvidarme de Anselmo, mi profesor de primaria. Todas las niñas estaban
enamoradas de él, era un hombre alto, moreno, con los ojos pequeñitos, pero
inmensamente azules y siempre hablaba despacito para que todos nosotros
pudiéramos entenderlo. Era una persona feliz con su trabajo, disfrutaba con lo
que hacía. Mucho antes de que amaneciera ya estaba en clase llenando la pizarra
de maravillosos dibujos para explicarnos el tema. Disponía los pupitres en
círculo y ponía su mesita justo en medio, luego se sentaba encima de ella y elevaba
la voz como si nos estuviera contando un cuento y haciendo grandes muecas nos
enseñaba la historia de Roma o la tabla del 7.
Pero un día todo cambió. El pequeño pupitre en el que se
sentaba su hija Carmen no se llenó. Su hijita, que era de mi edad, había
enfermado gravemente y ya no podía asistir a las clases de su padre. Ese día,
Anselmo no puso los pupitres en círculo alrededor de su mesa, pero TODOS los
niños de la escuela con nuestras poquitas fuerzas empujamos nuestras mesitas y
arrastrándolas por el suelo los pusimos alrededor suyo, para que supiera que
estábamos con él y que lo queríamos. Cuando vio lo que habíamos hecho levantó
la cabeza llorosa y nos dio uno por uno las gracias. luego miró el asiento de Carmen
y volvió a bajar la cara para seguir llorando.
Cada día que pasaba la tristeza era mayor entre los alumnos.
Anselmo ya no reía, tampoco hacía grandes gestos de felicidad y su voz se había
vuelto triste y monótona. Los que éramos sus alumnos estábamos tan tristes como
nuestro profesor. Hablábamos entre nosotros: “Su hija Carmen tiene cáncer,
morirá en pocos días” y llorábamos, porque teníamos cariño a Carmen, pero
sobre todo llorábamos porque amábamos a su padre. Queríamos que volviera el
maestro cariñoso, bromista y alegre que nos hacía tan felices. Recuerdo que un día
que Anselmo estaba especialmente serio, los niños decidimos reunir todo el
dinero que teníamos para bocadillos, para chuches o para el autobús y comprarle
un regalo. Fue un pequeñito cuadro en madera con la foto de todos nosotros y el
mensaje “Al mejor maestro del Mundo” Cuando se lo entregamos nos miró con la
gratitud de siempre, nos dijo que nos quería y que nunca podría olvidar ese
regalo, pero se echó de nuevo a llorar mientras acariciaba el sitio donde
debería haber estado la foto de su hijita.
No miento si digo que TODOS, ABSOLUTAMENTE TODOS los alumnos
de su clase estábamos dispuestos a hacer cualquier cosa por verlo feliz. Pero
sólo yo sabía que cosa podíamos hacer y cómo hacerla.
Aunque faltaban meses para terminar el curso llegó la última
clase de Don Anselmo, su hijita había entrado en estado terminal y sólo era
cuestión de días, tal vez de horas que muriera. Don Anselmo había encajado muy
mal la terrible noticia y desesperado prometió que dejaba la docencia y que se
iba muy lejos de nuestro pueblo. De todas formas, quería animarnos, ser una
ayuda para nuestro futuro y nos propuso que hiciéramos una redacción en la que
contáramos todo lo que queríamos ser de mayores y cuales eran nuestros deseos
para el futuro. Él tan sólo quería guiarnos, darnos consejos para hacer de
nosotros hombres y mujeres felices. Era su último servicio a un grupo de
alumnos a los que había querido y que lo querían más que a un padre.
Nunca en la historia ha habido un trabajo escolar que se
hiciera con más cariño e interés. Los más rebeldes no salieron a jugar al patio
para rellenar sus planillas. Los más aplicados inventaron tintas de colores con
los que hacer su trabajo. Pero TODOS hablaban de que serían más felices y
serían mejores personas si Anselmo no se marchaba. Le pedían por favor que no
se fuera, que lo necesitaban, que no sólo era su profe que era también su amigo
y el mejor consejero de todos ellos.
Eran tanto el cariño, que muchos niños le prometieron que le
odiarían eternamente si los dejaba sin su compañía. Porque se había convertido
en la persona más importante para su futuro y seguían necesitando su amistad y
su ayuda.
Recuero que cuando los alumnos entregaron el trabajo todos
ellos estaban llorando, se abrazaban a él y le pedían que por favor no los
abandonara. Así desfilaron todos y cada uno de los alumnos hasta que tocó mi
turno.
Yo no me puse en pie y me negué a despedirme. Fui el único
que no lo hizo. Don Anselmo se levantó de su sillón, se acercó a mí, con
suavidad levantó mi carita llorosa y me dijo: “Juan, ¿No has hecho tu trabajo?
Mañana será nuestro último día de clase y te lo entregaré corregido. Será la última
vez que nos veamos. Déjame que lo lea y que así tenga un recuerdo de mi alumno
favorito” Hasta ese momento había evitado los sentimentalismos con
Don Anselmo y su hija, pero esta vez no pude soportarlo. Me agarré a su
chaqueta y comencé a llorar como el niño pequeño que era, mientras le decía “No quiero que esto acabe Don Anselmo, si le entrego mi
trabajo todo habrá acabado. Su hija morirá, usted se marchará y nosotros nos
olvidaremos de que una vez tuvimos al mejor profesor de la historia. Por eso no
se lo doy”
Don Anselmo me acarició el pelo intentando consolarme y fue
cuando encontré fuerzas para hacerle una revelación que a la vez era una gran
promesa: “Mañana no va a ser el último día, mañana
va a ser el primero de muchos. Y usted no tendrá que irse del pueblo y tampoco
tendrá que dejar de impartir clases. Se lo prometo, por usted, por su hija, por
mis compañeros y por mí mismo. MAÑANA LE ENTREGARÉ MI TRABAJO Y LO ENTENDERÁ
TODO”
Al día siguiente, cuándo los alumnos volvieron a clase todo
había cambiado. Los pupitres volvían a estar en forma circular alrededor de la
mesa del maestro. Y este apareció vestido de amarillo y rojo agitando los
brazos de una forma alocada mientras se carcajeaba estruendosamente y daba
besos y abrazos a todos sus alumnos. Todos los niños que habían marchado
tristes al colegio estaban ahora contentos y felices. Entre risas se sentaron
en sus mesitas y se les abrió la boca de asombro cuando apareció Carmen, la
hija de Don Anselmo, totalmente recuperada, sonriente y se sentó en su silla.
Todos los niños le preguntaban “¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible que se
hubiera recuperado tan pronto?” Ella no paraba de sonreír mientras
respondía que nunca había estado mejor y que a partir de ahora siempre estaría
con sus compañeros y amigos.
Don Anselmo comenzó a repartir los trabajos corregidos
mientras hacía grandes alabanzas de los sueños y esperanzas de sus alumnos y
les daba a todos las gracias. Así estuvo un rato, hasta que se dio cuenta de
que faltaba un alumno. Un pupitre estaba vacío. Era el mío.
Don Anselmo, por unos segundos se puso triste. Retiró la
silla de mi pupitre y se sentó en ella, aunque era ridículamente pequeña para
su tamaño “Echo de menos el trabajo de Juanito. No ha querido venir a mi despedida,
ni siquiera ha hecho su último trabajo. Pero no importa porque ya no me voy. Y mañana, o pasado o al otro lo volveré a clase
y le daré las gracias por haberme querido tanto”
En ese momento se puso en pie Carmen y dijo: “Papá, el trabajo si lo ha hecho y me lo ha dado a mi para
que te lo entregue en su nombre”
Don Anselmo, con las manos temblorosas recogió una planilla torpemente
manuscrita por la mano de un niño de 8 años y leyó:
“Don Anselmo, yo lo que quiero es
seguir teniendo 8 años como su hija, me gustaría tener el pelo castaño como su
hija, tener los ojos azules como su hija, llamarme Carmen y que usted fuera mi
padre. Ojalá esta noche muera yo y viva su hija para que usted vuelva a reirse
y mis amigos sean felices en sus clases”
Don Anselmo estrujó el papel en sus manos y miró a su hija
que aún seguía a su lado. “¿Has leído esto Carmencita?” “Sí lo he leído, y estoy feliz de que seas mi nuevo padre.
Como te dije ayer, hoy no es el final, es el primer día de muchos”
Don Anselmo continuó dando clases durante muchos años en el
mismo colegio y a los mismos alumnos. Carmen creció y se convirtió en una mujer
bellísima, inteligente y tan encantadora como su padre. Pero nunca se supo que pasó
con el pequeño juan y porqué desapareció de repente en el día de la despedida como
profesor de don Anselmo.
Que hermosa historia para sentarse a llorar me isiste recordar a un maestro que tuve cuando leía ablaban tan fuerte que se escuchaba desde la calle
ResponderEliminarGracias oswaldo.
ResponderEliminarYo pienso que los profesores son los que tienen el trabajo con más responsabilidad del mundo. No son los cirujanos, o los militareso los científicos nucleares, son los maestros los que están cambiando la sociedad y los que convierten a las personas en ciudadanos tras pasar por sus clases.
Un buen profesor/a puede marcar la vida de un niño en sus aficiones y en su forma de ser hasta tal punto que aunque no nos acordemos de su cara si que vamos a recordar y actuar de la forma que nos enseñó.