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La fotografía que estás viendo es la imagen que me ha atormentado durante años.
Una simple instantánea tomada con una cámara Polaroid, hecha en una época en la que casi nadie usaba las cámaras Polaroid. Tan sólo las utilizaban las enfermas de nostalgia o las que esperaban captar una imagen inolvidable.
Debo aclarar que esa fotografía no la conseguí hasta que murió mi madre y heredé sus objetos personales. Entre ellos había un diario con tapas verdes de cartón. Y en la última página de ese diario, la que escribió el día en que se suicidó, estaba pegada con un poquito de cinta adhesiva.
Lo único que anotó mi madre ese fatídico día fue: “Te echo tanto de menos…” Su letra era temblorosa en un color rojo intenso y en letras enormes. Calculé que ya se había cortado las venas, por las manchas de sangre seca que había junto a la fotografía, cuando pegó la foto en el diario.
Con cuidado la despegué, sin saber lo que hacía la guardé en el bolso y desde entonces me ha quitado el sueño.
Era una foto imposible. En ella estaba mi hermana Clara cuando era una niña, tan guapa como siempre y sonriendo como nunca, mientras apoyaba sus manitas sobre mí cuerpecito de bebé. Todo me parecía raro, aunque aparentemente normal. Pero lo que me hizo temblar de miedo era que no reconocía al niño que se sentaba a mi lado y que me agarraba cariñosamente como si quisiera protegerme de todos los males.
Esa familiaridad, esa sonrisa, ese cariño, sólo podía venir de mi hermano. Pero yo no tenía hermanos, nunca los había tenido.
Sólo había una persona que pudiera resolverme ese enigma. Mi padre que llevaba más de 20 años ingresado en un sanatorio mental. A mi papá algo le había pasado dos décadas atrás cuando se acurrucó en el suelo, con las manos apretando sus oídos y con los ojos desorbitados como si hubiera visto al mismísimo demonio.
En el sanatorio supieron inmediatamente quien era, aunque se extrañaron de que visitara a mi viejo. Me dejaron entrar y me condujeron a su habitación donde estaba atado a la cama para que no se autolastimara. Allí se agitaba como un poseído intentando romper las cintas de cuero que lo ataban a las argollas de la cama. Cuando le hablé se quedó tranquilo sonriendo mientras me saludaba: “Mi querida Carmencita, mi vida” Le devolví el saludo de una manera más fría, me senté a su lado, abrí mi bolso y después de sacar la fotografía se la enseñé.
Se le apagó su sonrisa, empezó a babear y me miró con lágrimas en los ojos. “No me preguntes por ese niño, por favor” me dijo con la voz entrecortada.
No sentía empatía por ese loco, así que le pregunté:” ¿Quién es ese niño?”
3Pude observar cómo intentaba secarse las lágrimas con las manos, pero las tenía atadas a la cama. No lo ayudé y como no me respondía le volví a preguntar: “¿Quién es ese niño?”
Fue entonces cuando me dijo la terrible respuesta que jamás podré olvidar. “¿Y tú me lo preguntas? Ese niño eres tú”
Al principio pensé que era la respuesta de un trastornado, de un maniático, de un loco que llevaba 20 años atado a la cama de un frenopático. Y con ese convencimiento intenté marcharme. Pero alguien me agarró del brazo cuando salía de la habitación.
Me dijo que era el siquiatra de mi padre y que yo era una mala hija porque no visitaba a mi padre desde hacía años. Y que era injusto porque mi padre perdió la razón intentando salvar la vida de su hijo, mi hermano, que estaba enfermo de leucemia. Estaba tan desesperado por ayudarlo que cruzó los límites de la razón e intentó invocar a un demonio del averno para que cambiara el cuerpo de mi viejo por el de mi hermano enfermo y que fuera él que muriera en el cuerpo de su hijo.
Según me contó el médico, mi padre no paraba de gritar que el demonio lo había engañado y que había hecho el cambio con la persona equivocada. Todo esto sucedió el mismo día que lo encerraron en el sanatorio.Me explicó que tuvieron que sedarlo para quitarle un libro de cartón y tapas verdes que apretaba contra su pecho y que a consecuencia de la sedación y de su aturdimiento mental perdió el sentido de la razón.
Inmediatamente pensé en el diario de cartón y tapas verdes donde mamá había pegado la foto de mi hermano. Volví a abrirlo por la última página donde mi madre había anotado que echaba de menos a mi hermano. Pero esta vez no me quedé en esa última página, sino que lo repasé hacia atrás. Y me sorprendí cuando descubrí rituales y ensalmos para invocar a Lubartu (una diosa acadia) que me parecían extrañamente familiares, como si yo los hubiera recitado.
Como todo el mundo sabe, no existen dos personas en todo el plantea que tengan la misma letra. Temblando cogí el bolígrafo de mi bolso y copié el ensalmo para invocar a Labartu. Era la misma letra que aparecía en el diario. Yo misma, o tal vez yo mismo, había escrito ese ensalmo 20 años atrás para invocar al demonio que me engañó para cambiar de cuerpo con mi pobre hija. O lo que es peor, no me engañó y simplemente cumplió lo que había prometido.
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