Cuando llegué, al lugar del crimen, el cerco policiaco dio
un paso atrás y me hizo un pasillo humano hasta el cadáver. Normalmente soy la
persona que avisan cuando la policía es incapaz de resolver un caso. Pensaba
que, una vez más, se trataba de un trabajo rutinario, pero nada podía
prepararme para lo que encontré.
Mientras cruzaba el pasillo los agentes murmuraban algo que
no se atrevían a decirme a la cara. Llegué hasta un cadáver que estaba
horriblemente retorcido en el suelo, tumbado en un charco de sangre y con las
venas reventadas desde dentro. Le había estallado el corazón como una piñata en
la fiesta de fin de curso. Intentando no pisar los cercos de tiza que rodeaban
al fiambre me puse los guantes de látex, lo agarré por el pelo y levanté su
cabeza. La sorpresa me hizo temblar las piernas y noté un escalofrío que me
recorría la espalda. Ese cuerpo pútrido y maloliente era el de Carmen Sanz
Rojano, la niña a la que había cuidado desde niña. A la que había enseñado a
hacer captions y a la que había mimado como si fuera mi hija.
Supongo que debería haberme puesto a llorar cuando vi su
carita. Pero no sentía ningún dolor, ni pena, tan sólo el estremecimiento de la
indiferencia. Daba igual lo que yo pensara, había venido a hacer mi trabajo y a
encontrar al asesino de Carmen. Sin el más mínimo retraso, comencé con mis
medios “alternativos” de investigación. Para esto me habían llamado y estaba
segura de que iba a dar resultado.
Saqué una lupa de gran aumento del interior de mi bolso. Me
puse en cuclillas y apoyé el cabezón de Carmen sobre mi rodilla. Con la mano
izquierda limpié la sangre que manchaba sus ojos y con la derecha sostuve la
lupa mientras examinaba las retinas de Carmen.
Es bien sabido que la imagen que contempla una persona en el
momento de su muerte se queda grabada en su retina como si sus ojos fueran
máquinas de fotografiar. Se trataba tan sólo de mirar esas imágenes e
identificar la persona a la que estaba mirando Carmen cuando murió y habríamos encontrado
al asesino. Añadí un poco de “tinte de Tánatos” en sus lagrimales para iluminar
el fondo del ojo y poco a poco se hizo evidente el último rostro que contempló
Carmen antes de que le estallara el corazón.
A pesar de estar acostumbrada a trabajar con cadáveres no
pude aguantar la visión de esa imagen. Y temblando de miedo dejé caer la cabeza
de a Carmen sobre el suelo. Me retiré gateando de espaldas antes de que me
colapsara el miedo.
No podía ser cierto lo que había descubierto. Era imposible.
Debería ser un truco maligno y asqueroso. Porque la última persona a la que vio
Carmen era yo misma. La persona que estaba al lado de Carmen cuando murió era Karina
Gómez. Era yo. Allí estaba mi pelo rojo, mis ojos verdes y mi sonrisa de
satisfacción grabada en las retinas de Carmen por la mismísima muerte.
No podía permitir que nadie viera ese rostro o iría
directamente a la cárcel y no podría descifrar el misterio. Intentando soportar
el miedo y aparentando frialdad me puse en pie y mostré al médico forense y al
jefe de policía el permiso de la jueza de guardia. Ellos movieron la cabeza
afirmativamente, les pedí que arrancaran los ojos a Carmen y los llevaran a mi
laboratorio para poder investigarlos más detalladamente.
Tantos años de prestigio profesional me sirvieron para algo
y conseguí que le extrajeran los ojos al cadáver y los metieron dentro de un
bote con formol que guardé en el bolsillo de mi abrigo.
Debía descubrir lo que había
sucedido. Tenía poco plazo, pero estaba segura, yo no había asesinado a Carmen.
Algo extraño había sucedido y debía descubrirlo antes de que me condenaran por
algo que no había hecho.
Muy Buena historia Carmencita
ResponderEliminarEspero resolverla de una forma digna.
EliminarY de la forma que se merece mi aDMIRADA kARINA
Interesante historia bb carmen.
ResponderEliminarMe gusto la historia
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