A Carlos lo había visto durante años pintando en los prados
de mi casa de campo. Era una persona modesta y simpática que me saludaba
cariñosamente cada vez que cruzaba a su lado. Yo le devolvía el saludo y
charlábamos durante un rato de los paisajes y de sus pinturas. De esta forma
nos conocimos y nos convertimos en buenos amigos.
Con el tiempo llegó a ser un pintor reconocido y su obra se
exponía en las mejores galerías y sus cuadros se cotizaban a precios bastante
altos. Pero este reconocimiento no cambió sus hábitos de pintar en los mismos
prados, saludarme todos los días y charlar cariñosamente conmigo.
Aún recuerdo aquella tarde de verano en que lo encontré
sentado en una roca con el lienzo en blanco y sin manchas de pintura en sus
manos. Me dijo que me había estado esperando durante horas, que no había
querido estrenar el lienzo porque sabía que se le acercaba la muerte y quería
dedicarme su última pintura. Con los ojos llorosos me contó que le habían
detectado un linfoma muy avanzado, que le quedaban pocos días de vida y que
este iba a ser el último cuadro en esta vida. Me emocioné y le pregunté si
podía ayudarlo en algo. Me respondió que la única ayuda que necesitaba era mi
permiso para pintar un cuadro en el que estuviéramos los dos como verdaderos
amigos. Yo estaba emocionada y por supuesto le di permiso. Le dije que si
quería posaría para él y me replicó que no hacía falta que recordaba cada uno
de los rasgos de mi cara y mis gestos como si fueran los suyos propios.
Esa misma tarde comenzó a pintar el cuadro.
Cada día me pasaba por el prado para ver como avanzaba en su
trabajo. Y cada día me daba las gracias por el favor de permitirle pintar mi
retrato a su lado. Cada día observaba admirada como iba bosquejando las figuras
y el paisaje, pero el día que comenzaba el otoño me prohibió que contemplara su
pintura. “Es el momento más importante de mi
trabajo, el espíritu se convierte en imágenes y en color. No quiero que lo veas
hasta que solo queden las últimas pinceladas y esas quiero que las des tú y que
firmes la obra como si fuera tuya”
Además de emocionada, ahora estaba asombrada, uno de los
mejores pintores del país quería que firmara una de sus trabajos como si fuera
mío. No sabía que decir y me limité a mover la cabeza de forma afirmativa y
agradecida.
Esta parte del trabajo duró hasta que llegó el invierno. A
pesar de que no podía contemplar el lienzo seguía pasándome por el prado para
contemplar como Carlos pintaba. La enfermedad y la quimioterapia le habían
destrozado físicamente. Apenas podía mantenerse en pie y apenas podía mantener
el pincel entre sus dedos retorcidos. Por fin me dio permiso para admirar su
pintura y me acerqué a su lado. Lo que vi no me lo esperaba. Era tan sólo un
retrato mío manteniendo sobre mi mano derecha una esfera de cristal.
Esperaba un cuadro en que estuviéramos los dos, pero sólo
estaba yo, miré a Carlos sorprendida y le dije: “Creo que te has equivocado,
Carlos, debería ser un cuadro de nosotros dos y tan sólo estoy yo en la
pintura”
Por primera vez pude ver una sonrisa maligna en su rostro
cuando me respondió: “Te equivocas, no eres tú la
que está en la pintura, SOY YO. Ahora debes terminarla para que estemos los dos
juntos”
Inmediatamente noté como mi alma escapaba de mi cuerpo y
entraba en el cristal que sostenía mi mano en el cuadro. La esfera sobre el
lienzo cambió de color cuando se rellenó con mi alma. Eran las últimas
pinceladas que necesitaba la pintura para terminarse.
Horrorizada en mi cárcel de pintura pude ver como mi cuerpo
se movía, recogía los pinceles que habían caído al suelo y firmaba “Carmen Sanz” En esos
breves segundos pude observar el espíritu enérgico y viejo de Carlos mientras usaba
mi mano para terminar su cuadro.
Buena historia me recuerda a una historia donde un hombre queda atrapado en un espejo y su cuerpo es tomado por él espíritu del espejo mismo
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