Él continuaba interpretando la misma patochada, el mismo
teatro ridículo y lastimero. Me besaba la mano y me prometía que todo había
acabado, que nunca volvería a tener miedo y que siempre estaría a mi lado. El
maldito canalla lo tenía todo controlado.
Tres horas antes Tomás volvió a aparecer en mi vida. Me
encontró en el mercado de la ciudad y no tuvo problemas en ponerse de rodillas
delante de mía, coger mi mano, besarla y pedirme que volviera a ser suya. Me
dijo que me amaba más que nunca, que me necesitaba y que era la mujer de su
vida.
Le respondí que yo era una mujer casada, que era muy feliz
en mi matrimonio y que jamás dejaría a Eduardo. No le gustó mi respuesta, hizo
una mueca de rabia y me apretó la mano hasta hacerme gritar. Eduardo me escuchó
y apareció corriendo, agarró con una mano el cuello de Tomás y le dio un gran
puñetazo en la cara con la otra. Tomás cayó rodando por el suelo, se levantó
con sangre en la boca y lágrimas en los ojos. Era muy bajo, de una estatura ridícula
comparado con Eduardo, por eso no se atrevió a mirarle a los ojos cuando susurró
que lo iba a matar y que yo sería suya antes o después. Intentó escapar trastabillándose
al correr y Eduardo lo persiguió. Doblaron la esquina y pude escuché como
luchaban y se golpeaban. Segundos después volvió Eduardo con una sonrisa de
satisfacción en el rostro, recogió las bolsas de la compra y me ordenó que
subiera al coche. Todo parecía normal, hasta que Eduardo se subió al asiento
del conductor. Era increíble porque Eduardo no sabía conducir. Ese hombre no
era Eduardo, era Tomás que se había hecho dueño del cuerpo de mi esposo. Esa
evidencia me produjo asombro y luego una ira irreprimible. Quería matarlo,
necesitaba matarlo y sabía cómo. Guardaba un pequeño puñal para defensa en el
bolso, iba a cogerlo y a clavárselo en el corazón. Introduje la mano en el
bolso, tanteé buscándolo, pero antes de que lo encontrara Tomás me agarró la
mano, la acercó a su cara, me la besó y me dijo que “me necesitaba y que era el
amor de su vida”. Yo entendía cómo Tomás había conseguido cambiar de cuerpo con
Eduardo, pero sabía que quería matarlo.
“Hace días descubrí que soy un “Cambiador de Cuerpos”, puedo
cambiar de cuerpo con otra persona. Y como siempre te he deseado, para poder acercarme
a ti decidí robar el cuerpo a la persona que fuera tu marido. Ahora soy Eduardo
y tú eres mi esposa” me dijo con una voz fría “Y me debes amor, lealtad y
respeto hasta que la muerte nos separe” me volvió a coger la mano y la volvió a
besar.
Solté mi mano de sus garras y mirándolo fijamente a los ojos
para que no se diera cuenta como buscaba dentro del bolso le dije: “Nunca
conseguirás que yo te ame, no amaré a un hombre que mató a mi marido, no seré
fiel a un hombre al que odio, no respetaré al hombre que se puso de rodillas
para suplicarme… Y no seré la esposa del hombre al que voy a matar “Y le clavé
la daga en el corazón, una, dos, tres veces. Su sangre corría por mi brazo y
era caliente y viscosa. “Ahora he vengado a Eduardo y jamás seré tú esposa”
Aunque estaba moribundo seguía sonriendo, casi no le
quedaban fuerzas para hablar, pero me dijo: “¿Y qué te hace pensar que yo
quería ser tu marido? Sólo quería el cuerpo de Eduardo para estar a tu lado. Y
eso lo he conseguido. Sólo así podría robar el cuerpo que tanto deseo. ¡¡¡TÚ
CUERPO!!!
Vi cómo se le giraban los ojos y el bello de la piel
se le erizaba. Fue lo último que pude ver porque durante unos segundos me quedé
ciega. Antes de recuperar la vista noté un gran dolor en el pecho, sentí como
mi sangre saltaba por varios agujeros y pude ver cómo estropeaba mi precioso
vestido celeste. Tomás recogió con delicadeza mi mano ensangrentada, la llevo a
su boca y la volvió a besar. Pude ver como el carmín de los labios de mi
antiguo cuerpo dejaban una huella rosada en mi mano moribunda. Sentí que de
nuevo perdía la vista, que estaba muriendo cuando, y entonces escuché abrirse
la puerta del copiloto y el repiqueteo de unos zapatos de tacón alejándose
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