Cualquiera hubiera pensado que mi vida había sido plena. A
mis 75 años de edad era dueño de una las mayores fortunas de España, estaba
satisfactoriamente casado y casi toda la gente que conocía me miraba con terror
y me saludaba con miedo. Pero no estaba contento. De hecho toda mi vida había
sido una sucesión continua de insatisfacciones. Aunque nadie lo sabía, ni
siquiera podían suponerlo. ¿Cómo podrían imaginar que el hombre que lo tenía
todo en realidad no era feliz? Y no lo era por dos cosas muy simples, primera
porque a pesar de poseer todo lo que se podía
comprar con dinero no tenía lo que realmente deseaba
y segunda porque no me sentía un hombre.